La enfermera besó en secreto a un apuesto director ejecutivo que había estado en coma durante tres años, pensando que nunca despertaría, pero, para su sorpresa, de repente la abrazó después del beso..

La enfermera besó en secreto a un apuesto director ejecutivo que había estado en coma durante tres años, pensando que nunca despertaría, pero, para su sorpresa, de repente la abrazó después del beso..

Durante tres años, Elena Ledesma, enfermera del Hospital Universitario de Barcelona, había cuidado al mismo paciente: Adrián Santillana, un joven director ejecutivo que había sufrido un grave accidente automovilístico. A ojos de todos, Adrián era solo otro caso trágico, pero para Elena se había convertido en algo más profundo, casi inexplicable. En el silencio de aquella habitación, entre los pitidos constantes del monitor y el olor a desinfectante, ella le hablaba cada día, contándole pequeños fragmentos de su vida, confiando en alguien que no podía responderle.

Con el tiempo, aquella rutina se transformó en un extraño lazo emocional. Elena sabía que era absurdo sentir algo por un hombre que no podía mirarla, que quizá jamás despertaría. Aun así, su presencia le daba una sensación de compañía que no encontraba fuera del hospital. En los turnos de noche, cuando el pasillo estaba vacío y la ciudad dormía, ella se permitía dejar de ser la enfermera estricta y profesional para convertirse en simplemente Elena: una mujer que había pasado demasiado tiempo escondiendo sus propios sentimientos.

Aquel jueves, mientras revisaba las constantes de Adrián, notó algo distinto: el leve temblor de sus dedos. Lo primero que pensó es que había imaginado todo; lo segundo, que quizá era solo un reflejo involuntario. Pero la idea la desestabilizó emocionalmente. Sabía que no debía implicarse más… y aun así, lo estaba.

Movida por una mezcla de ternura y desesperación contenida, se acercó a él. —Has luchado tanto… —susurró, rozando su mejilla con una delicadeza que no se permitía habitualmente—. Ojalá pudieras escucharme de verdad.

Y, antes de poder detenerse, impulsada por tres años de silencios compartidos, le dio un beso suave en los labios, un gesto que ella misma consideró una locura, un adiós íntimo a algo que nunca debió existir.

Elena retrocedió sobresaltada por lo que acababa de hacer. Entonces, antes de que pudiera racionalizarlo, sintió dos brazos tensos rodearla con fuerza, cálidos, vivos.

Y escuchó una voz ronca, casi rota por el desuso:
—¿Quién… eres?

La respiración se le cortó. Adrián estaba despierto.

Elena se quedó paralizada. Durante un segundo, no supo si gritar, correr o simplemente llorar. El monitor cardiaco comenzó a acelerarse, como si confirmara lo increíble: Adrián había recuperado la consciencia. Sus ojos, aún pesados, buscaban entender qué ocurría, pero seguían aferrados a ella.

—Soy… soy Elena —logró responder, con la voz temblorosa—. Tu enfermera.

Él la soltó lentamente, confundido, observando la habitación como si fuera un lugar desconocido.
—¿Cuánto… tiempo? —preguntó con esfuerzo.
—Tres años —contestó ella, tragando saliva.

Los médicos irrumpieron al escuchar el cambio brusco en las constantes vitales, y en cuestión de segundos rodearon la cama. Elena se hizo a un lado, intentando calmar su propia agitación mientras veía cómo evaluaban a Adrián. Parte de ella esperaba que él no dijera nada sobre el beso; otra parte temía profundamente que sí lo hiciera.

Pero Adrián no mencionó nada. Sus ojos, sin embargo, la seguían constantemente, como si intentara reconstruir un recuerdo inexistente.

Durante las siguientes horas, Elena permaneció cerca, aunque en silencio. Cada vez que él la miraba, ella sentía el peso de su culpa: un impulso emocional, un límite profesional traspasado. Sabía que en cuanto su caso se estabilizara, tendrían que asignar a otro enfermero. Era lo correcto. Pero el pensamiento de alejarse le dolía más de lo que creía posible.

Al caer la tarde, cuando por fin la habitación quedó en calma, Adrián pidió hablar con ella a solas.
—Elena… —dijo, con la voz aún débil—. Sé que no debería pedirte esto, pero necesito que seas honesta. Cuando desperté… estabas muy cerca. ¿Qué ocurrió?

Elena sintió el vértigo subirle por la garganta.
—Solo… estaba revisando tus signos —respondió, intentando sonar convincente.

Él frunció el ceño ligeramente.
—Lo pregunto porque… cuando abrí los ojos, sentí… —se detuvo, buscando palabras—…sentí calidez. Como si alguien hubiese estado muy cerca de mí durante mucho tiempo.

Ese comentario la desarmó. No podía admitir la verdad, pero tampoco soportaba mentirle.

—He estado cuidando de ti todos estos años —dijo finalmente—. Eso es todo.

Él asintió, aunque parecía no creerla del todo. Y mientras ella se disponía a salir, escuchó su voz detenerla:

—No quiero que te vayas. No todavía.

Elena sintió que todo su mundo se quebraba.

En los días siguientes, la recuperación de Adrián avanzó con una rapidez sorprendente. Sus músculos estaban atrofiados, pero su mente permanecía lúcida. Cada sesión de fisioterapia, cada conversación breve, cada silencio compartido parecía unirlos con un hilo que ninguno de los dos sabía cómo cortar.

El problema era que Elena sí sabía que debía cortarlo.

La supervisora ya había insinuado que pronto habría un cambio de personal, pues era habitual rotar enfermeros cuando un paciente despertaba después de un coma prolongado. Elena comprendía la lógica médica, pero temía que Adrián interpretara su ausencia como un abandono.

Una tarde, mientras lo ayudaba a incorporarse en la cama, él la observó con una expresión firme.
—He estado leyendo los informes que escribías sobre mí —dijo—. Son detallados, pacientes… y tienen algo más. No sé cómo explicarlo.

Ella se tensó.
—Es mi trabajo.

—No solo eso —insistió él—. Cuando me hablaban sobre mi empresa, mis responsabilidades, mis viajes… no sentía nada. Pero cuando tú me hablabas… algo dentro de mí respondía. Es como si, sin conocerme, hubieras sido mi única conexión con el mundo durante estos años.

Elena apartó la mirada.
—No deberías decir eso. No es apropiado.

—Lo que siento tampoco lo es, pero ahí está —continuó Adrián—. No puedo recordar casi nada antes del accidente, pero lo que sí recuerdo con claridad es que desperté abrazándote. No sé por qué lo hice… pero lo sentí correcto.

Las palabras la desgarraron.
—Adrián, yo crucé un límite. No debería haberme acercado tanto a ti. Menos aún cuando estabas… indefenso.

Él tardó un momento en comprender.
—¿Me besaste?

Elena cerró los ojos, incapaz de seguir sosteniendo la mentira.
—Sí. Y lo lamento. Fue impulsivo, inapropiado, y no volverá a ocurrir.

Pero Adrián no reaccionó con indignación. Solo la miró con una mezcla de sorpresa y gratitud.
—Si no me hubieras besado… quizá no habría despertado —dijo suavemente—. No sé qué significa eso para ti, pero para mí significa que quiero conocerte de verdad. Consciente. Despierto.

Elena sintió cómo su corazón cedía, pero también cómo la realidad la anclaba.
—Antes de cualquier cosa, debes recuperarte. Y yo… debo respetar mi profesión.

Adrián sonrió apenas.
—Entonces recuperémonos. Cada uno a su ritmo. Pero no desaparezcas de mi vida, Elena. No después de haber sido la razón por la que volví a ella.

Ella no respondió. Solo tomó aire y apretó sus manos, permitiéndose por primera vez una esperanza cautelosa.