Creí estar adivinando. En el cuello de la pobre chica, al borde del camino, estaba el objeto que había enterrado con mi esposa. “Ese collar… ¿por qué lo llevas?” —dije con voz ahogada. La chica retrocedió, con la mirada asustada: “No… tengo permiso para decirlo. Si se entera, todo se derrumbará”. Un escalofrío me recorrió la espalda. ¿Quién desenterró el secreto que yo, un multimillonario tecnológico, creía haber enterrado para siempre?

Creí estar adivinando. En el cuello de la pobre chica, al borde del camino, estaba el objeto que había enterrado con mi esposa. “Ese collar… ¿por qué lo llevas?” —dije con voz ahogada. La chica retrocedió, con la mirada asustada: “No… tengo permiso para decirlo. Si se entera, todo se derrumbará”. Un escalofrío me recorrió la espalda. ¿Quién desenterró el secreto que yo, un multimillonario tecnológico, creía haber enterrado para siempre?

El collar colgaba del cuello de la muchacha como una acusación silenciosa. Me quedé inmóvil en medio del camino rural, incapaz de comprender lo que veía. Ese objeto —una sencilla cadena de plata con un pequeño colgante en forma de luna— había sido enterrado con mi esposa Laura hacía dos años. Lo había dejado allí, junto a ella, como un acto final de despedida… y también como un recuerdo de algo que yo había destronado de mi conciencia a fuerza de poder, dinero y silencio.

La chica, que no debía tener más de diecinueve años, retrocedió un paso. Tenía la piel curtida por el sol y los ojos nerviosos de quien ha aprendido a desconfiar de todos.

—Ese collar… ¿por qué lo llevas? —pregunté con la voz quebrada.

Ella negó con fuerza, como si mis palabras la golpearan.

—No… no tengo permiso para decirlo. Si se entera, todo se derrumbará.

Un escalofrío me recorrió la espalda. ¿Quién? ¿Quién podía “enterarse”? ¿Y por qué alguien habría desenterrado el collar que había enterrado junto a mi esposa? Mi mente, entrenada durante años para resolver problemas tecnológicos de millones de dólares, se nublaba ahora con algo tan humano como el miedo.

—Dime tu nombre —insistí.

—Clara… Clara Morales —susurró.

Ese apellido no me decía nada. Tampoco su rostro. Pero el collar… había demasiadas cosas que no encajaban. Durante mucho tiempo me había creído invulnerable. Enrique Salvatierra, fundador de una de las compañías de inteligencia artificial más poderosas de Europa. Un hombre respetado, temido y, según algunos, impenetrable. Pero en ese instante me sentí pequeño, casi desarmado.

—¿Dónde lo encontraste? —pregunté.

No respondió. Miró hacia el bosque detrás de ella, como si alguien pudiera surgir de entre los árboles.

—Clara, necesito saberlo. Ese collar pertenecía a mi esposa —dije, intentando controlar el temblor de mis manos.

La chica exhaló un suspiro tembloroso y finalmente murmuró:

—Lo desenterraron… porque necesitaban probar algo. Algo sobre usted.

Mi corazón se detuvo por un segundo.

—¿Probar qué?

Clara apretó los labios, incapaz de continuar. Y antes de que pudiera presionarla más, escuchamos un ruido seco detrás de nosotros. Una rama quebrándose. Un paso.

Alguien nos estaba observando.

Me giré de inmediato, pero el camino estaba vacío. Solo los árboles agitándose con el viento. Clara dio un salto y corrió hasta ponerse detrás de mí, como si yo pudiera ofrecerle algún tipo de protección. Irónico, considerando que ella parecía saber más que yo sobre el peligro que enfrentábamos.

—Clara, necesito que me digas quién desenterró eso —dije mientras avanzábamos lentamente hacia mi coche.

Ella tragó saliva.

—No puedo. Nos vigilan. Desde hace meses. No es solo el collar. Hay más cosas que sacaron… cosas que no debían existir.

La miré fijamente.

—¿”Nos”? ¿Quiénes son “nosotros”?

Clara bajó la mirada.

—Mi madre trabajaba para usted, hace muchos años. Se llamaba María Morales.

El nombre cayó sobre mí como un mazazo. La recordaba: asistente administrativa en mis primeros años de empresa. Había sido despedida durante un escándalo interno que involucró filtración de datos. Un caso que mi equipo legal manejó con tanta rapidez que apenas dejé rastro. Pero yo sabía la verdad: María no había sido culpable. Había sido un daño colateral en mi ambición.

—¿Tu madre… sigue viva? —pregunté.

Clara negó con lágrimas en los ojos.

—Murió el año pasado. Y antes de morir, me dijo que buscara ese collar. Que ahí estaba la verdad que la destruyó.

Mi respiración se agitó. ¿Qué verdad podía estar asociada a algo que pertenecía a mi esposa fallecida? ¿Qué conexión había entre Laura y María?

Llegamos al coche. Abrí la puerta, pero Clara me sujetó del brazo.

—No deberíamos volver a la ciudad. Ellos tienen ojos en todas partes. Usted cree que controla su empresa, señor Salvatierra, pero hay gente que lleva años actuando por debajo de usted… usando su nombre para encubrir decisiones que nunca aprobó. Y buscan algo que está relacionado con su esposa.

La incredulidad me golpeó.

—Eso es imposible. Yo reviso cada movimiento.

—No los que ocultaron a propósito. Los que involucran la muerte de Laura.

Sentí un puñal helado en el pecho.

—Laura murió en un accidente…

—Eso no fue un accidente —interrumpió Clara, temblando—. Y el collar fue enterrado para ocultar pruebas. Pruebas que ahora quieren recuperar. Por eso nos siguen. Por eso…

Un ruido seco interrumpió sus palabras. Esta vez no era una rama. Sino el chasquido metálico de una cámara disparándose.

—Nos encontraron —susurró Clara.

Miré hacia el origen del sonido. En lo alto de una pequeña colina, casi oculta entre los arbustos, una figura ajustaba un teleobjetivo. Cuando se dio cuenta de que la habíamos visto, no huyó. Al contrario: bajó la cámara con calma y se quedó quieto, observándonos. Como si su único propósito fuera dejar claro que sabía dónde estábamos.

—Sube al coche —ordené a Clara.

Arranqué el motor y aceleré por el camino de tierra. El polvo se levantó detrás de nosotros, pero la inquietud permaneció en el interior del vehículo. Clara se abrazaba a sí misma, temblando.

—Necesito saberlo todo —dije con firmeza—. Si estamos en peligro, no puedo protegerte sin entender por qué te involucraron.

Clara respiró hondo.

—Mi madre siempre creyó que Laura descubrió algo que comprometía a varios directivos de su empresa. Un proyecto que no debía existir. Uno que generaba datos sin consentimiento y manipulaba registros internos… Mi madre tuvo acceso accidental a una parte de ese sistema. Y cuando intentó advertirlo, la culparon a ella.

Me quedé helado. Recordaba aquel conflicto: algo pequeño, rápido, un “error administrativo”. Nunca investigué demasiado porque estaba enfocado en cerrar una ronda de inversión millonaria. Había delegado. Y era posible, dolorosamente posible, que quienes delegué hubieran destruido vidas sin que yo lo notara.

—¿Y Laura? —pregunté con voz apenas audible.

—Ella también lo descubrió. Y trató de hablar con usted. El día que murió, tenía una copia de los archivos dentro del colgante del collar.

Sentí el estómago caer.

—Pero cuando enterramos el collar… estaba vacío.

—Porque alguien llegó antes. Y usó su duelo para cubrir sus huellas.

Durante varios minutos solo se escuchó el motor. Finalmente, Clara agregó:

—Yo encontré una copia del registro donde se menciona el colgante. No sabemos qué información contenía, pero quienes lo buscan creen que usted tiene otra copia. O que sabe dónde está.

Ese era el motivo del fotógrafo. Del acecho. De Clara vigilada. De todo.

Mi vida, construida sobre éxito, tecnología y prestigio, estaba tambaleándose por secretos que nunca imaginé.

Apreté el volante.

—Entonces vamos a descubrirlo —dije—. Vamos a encontrar lo que Laura intentó mostrarme.

Clara asintió, aunque sus ojos reflejaban miedo.

Y mientras la carretera se extendía frente a nosotros, entendí que, por primera vez, no sabía si saldríamos vivos de la verdad.