Si puedes arreglar este motor, me casaré contigo”, le dijo la chica con desprecio al camarero y luego entró en pánico cuando lo arregló en menos de 10 minutos.
Lucía siempre había tenido una lengua afilada, especialmente cuando se sentía insegura. Aquella tarde de agosto, sentada en la terraza del pequeño bar “El Ancla”, discutía por enésima vez con su novio, Sergio, que insistía en comprar una moto vieja que llevaba meses abandonada junto a la marina. Para evitar seguir la discusión, Lucía lanzó un comentario sarcástico al camarero que acababa de acercarse a dejarles dos refrescos.
—“Si puedes arreglar este motor, me casaré contigo” —dijo con una sonrisa cargada de desprecio, señalando la moto oxidada, como si la simple idea fuera un chiste privado entre ellos.
El camarero, un joven de barba de dos días y manos de mecánico, se quedó sorprendido un segundo, pero luego sonrió con una calma que descolocó a Lucía.
—“¿En serio?”
—“Claro. Te doy diez minutos” —remató ella, creyendo que así se libraría de la discusión con Sergio y, de paso, de la torpe insistencia de aquel desconocido.
El chico se presentó:
—“Soy Mateo. Antes de trabajar aquí, era mecánico en Valencia. A ver qué puedo hacer.”
Lucía abrió mucho los ojos, pero mantuvo la pose altiva. Sergio soltó una carcajada incrédula.
Mateo se acercó a la moto, inspeccionó el carburador, tocó los cables sueltos y pidió al dueño del bar una caja de herramientas. Mientras trabajaba, Lucía notaba cómo la gente en la terraza los miraba, entretenida por aquel desafío absurdo que ella había lanzado sin pensar.
Pasaron tres minutos. Cinco. Ocho. Lucía empezó a ponerse nerviosa. Sergio ya no reía. Mateo, concentradísimo, ajustó una última pieza y probó el encendido. Un chasquido seco, un carraspeo del motor, y de repente… la moto rugió como si hubiera despertado de un largo sueño.
La terraza explotó en aplausos. Lucía se quedó inmóvil, pálida, el corazón golpeándole el pecho. Mateo caminó hacia ella con una media sonrisa.
—“Creo que me debes una respuesta” —dijo.
Lucía sintió que todo giraba a su alrededor. No era un juego. Ella había provocado esto… y él lo había conseguido en menos de diez minutos.
Y justo cuando iba a hablar, Sergio se levantó de golpe, furioso, acercándose peligrosamente a Mateo…
Sergio se encaró con Mateo, con los puños apretados y la mandíbula tensa.
—“¿Qué intentas? ¿Humillarme delante de mi novia?”
Mateo levantó las manos en señal de calma.
—“Solo acepté un reto. Nadie te ha querido dejar en ridículo.”
Lucía sintió un nudo en la garganta. Ella había provocado aquel desastre, sin imaginar que la situación se saldría de control. Intentó interponerse.
—“¡Basta ya, Sergio! Fue una broma.”
Pero él no la escuchaba.
—“¿Una broma? ¿Prometer matrimonio a un camarero cualquiera?”
La frase golpeó a Lucía más fuerte de lo que esperaba. “Un camarero cualquiera”. ¿Por qué hablaba así? Mateo trabajaba allí, sí, pero eso no lo convertía en menos persona.
Los clientes empezaron a murmurar. El dueño del bar salió preocupado.
—“Chicos, por favor, no montéis un espectáculo.”
Mateo dio un paso atrás, intentando no empeorar la tensión.
—“Mira, Sergio. No busco líos. Si quieres, olvida el comentario. Yo solo arreglé una moto.”
Pero Sergio, cegado por el orgullo, soltó:
—“¿Y qué esperas ahora? ¿Que se case contigo?”
Lucía ardía de vergüenza.
—“¡Ya basta! La culpa es mía, yo lo dije.”
Un silencio tenso se instaló. Mateo miró a Lucía con una mezcla de curiosidad y tristeza.
—“No te preocupes. No te voy a pedir nada. Solo… me hizo gracia el reto.”
Lucía bajó la cabeza.
—“Te he tratado mal sin motivo. Lo siento.”
Sergio, en lugar de calmarse, pareció sentirse traicionado.
—“¿Ahora lo defiendes? Perfecto. Quédate con él si tanto te impresiona.”
Cogió sus llaves y se marchó, dejando a todo el mundo boquiabierto.
Lucía se quedó paralizada, incapaz de reaccionar. Mateo dudó un instante antes de acercarse.
—“¿Estás bien?”
Ella asintió, pero tenía los ojos brillantes.
—“No quería esto… solo estaba harta de discutir.”
Mateo le ofreció un vaso de agua y la invitó a sentarse en una mesa apartada. Hablaron durante casi una hora. Ella le contó que llevaba meses en una relación desgastada. Él le habló de su pasado como mecánico, de por qué había dejado Valencia, de cómo había acabado trabajando en ese bar de la costa. Lo que comenzó como una conversación incómoda se transformó en una extraña sensación de confianza inesperada.
Lucía descubrió que, detrás de aquel hombre silencioso, había una historia real, un carácter honesto y una serenidad que la hacía sentir segura.
Pero cuando empezaba a relajarse, su móvil vibró. Era Sergio. Un mensaje corto:
“Necesitamos hablar. Voy para allá.”
El corazón de Lucía volvió a acelerarse.
Lucía se quedó mirando el mensaje sin saber qué hacer. Mateo notó su expresión y preguntó, con prudencia:
—“¿Quieres que me vaya?”
Ella negó lentamente.
—“No. No he hecho nada malo. Solo… no sé qué quiere decirme ahora.”
Quince minutos después, Sergio apareció en la terraza. Esta vez no estaba furioso, sino extraño, casi derrotado. Se sentó frente a Lucía sin pedir permiso.
—“He pensado lo que pasó.”
Lucía apretó las manos sobre la mesa.
—“Yo también.”
—“Mira… siento haber perdido los nervios. Pero no puedo con esta relación. Ya no somos los mismos.”
Lucía sintió una mezcla de alivio y tristeza.
—“Tal vez tienes razón.”
Sergio la miró un momento más, luego asintió y se levantó.
—“Espero que estés bien. De verdad.”
Y se marchó sin hacer más drama. Lucía suspiró largamente, como si hubiera soltado un peso inmenso.
Mateo permaneció de pie a unos metros, respetando su espacio. Cuando volvió a acercarse, lo hizo con una sonrisa tímida.
—“¿Puedo ofrecerte otro refresco? Esta vez… sin desafíos matrimoniales.”
Lucía se rió, por primera vez en todo el día.
—“Sí, creo que lo necesito.”
Ambos se quedaron conversando mientras la terraza vaciaba con el atardecer. Se dieron cuenta de que compartían más cosas de las que pensaban: el gusto por la música indie española, el sueño de viajar al norte y la afición por reparar objetos antiguos. Mateo, con su calma natural, conseguía que Lucía se sintiera libre de ser sincera sin miedo. Días después, Lucía volvió al bar. Esta vez no por accidente ni por conflictos. Solo quería verlo. Mateo la recibió con la misma sonrisa tranquila, esa que había empezado a asociar con paz. No se enamoraron de inmediato. La historia no se convirtió en una película romántica. Pero comenzaron a hablar, a conocerse, a compartir pequeños momentos que, sin pretenderlo, se fueron convirtiendo en algo significativo.
Lucía descubrió que la vida podía tener un ritmo más suave, y Mateo comprobó que incluso las bromas más absurdas podían abrir puertas inesperadas.
Meses más tarde, durante un paseo frente al mar, Mateo se detuvo y dijo:
—“Nunca te pediría que te casaras conmigo por arreglar un motor. Pero sí me gustaría… seguir caminando contigo un poco más.”
Y Lucía, sonriendo, respondió:
—“Creo que esta vez lo digo en serio: sí.”


