El niño lloraba y temblaba, diciendo: “Mamá, no abras esa caja…” —cuando la caja fue abierta, la madre asustada llamó inmediatamente a la policía…
La tarde en que todo ocurrió, Lucía Fernández, una joven madre sevillana, regresó del trabajo algo más tarde de lo habitual. Su hijo de ocho años, Mateo, la esperaba sentado en el sofá, con el rostro pálido y los ojos hinchados por el llanto. En cuanto ella abrió la puerta, él corrió a su lado y se aferró a su cintura.
—Mamá, no abras esa caja… por favor —susurró con la voz quebrada, mirando hacia el pasillo.
Lucía frunció el ceño. Sobre la mesa auxiliar había una caja de cartón marrón, sin remitente ni etiquetas, que no estaba allí cuando salió por la mañana. Al principio pensó que algún vecino podría haberla dejado por error, pero el comportamiento de Mateo la inquietó más que la presencia de la caja.
—¿Quién dejó esto aquí? —preguntó ella intentando sonar tranquila.
—No lo sé… pero escuché un golpe en la puerta, y cuando miré, la caja ya estaba.
Lucía se acercó con cautela. La caja estaba perfectamente cerrada con cinta adhesiva. No había nada en su apariencia que sugiriera peligro, pero la angustia de su hijo aumentaba por segundos.
—Mamá, no la abras, de verdad… —insistió Mateo entre sollozos.
Lucía intentó calmarlo, pero también necesitaba entender qué estaba ocurriendo. Tomó unas tijeras y respiró hondo antes de cortar la cinta. Apenas levantó la tapa, retrocedió un paso con el corazón acelerado.
Dentro había una carpeta azul, manchada en un lateral, y en la parte superior un pequeño peluche viejo, idéntico al que Mateo había perdido dos años atrás en un parque de Huelva durante un viaje familiar. Él lo reconoció de inmediato y se puso a temblar más.
Lucía abrió la carpeta y encontró fotografías recientes de ella y de Mateo, tomadas sin que ninguno de los dos lo supiera: en el camino al colegio, en el supermercado, frente a su edificio. En la última foto, tomada desde muy cerca, aparecía Mateo jugando en el patio del colegio… y detrás de él se veía la silueta borrosa de un hombre.
El aire se volvió pesado. Lucía dejó caer la carpeta, dio un paso atrás y, con la voz quebrada por el miedo, solo pudo decir:
—Dios mío… ¿quién ha hecho esto?
En ese instante, desde el pasillo se escuchó un ruido seco, como si alguien hubiera tocado la puerta muy suavemente…
El ruido hizo que Lucía reaccionara instintivamente: tomó a Mateo de la mano y lo llevó a la cocina, cerrando la puerta con seguro. Su respiración era rápida y entrecortada. El niño lloraba en silencio, abrazando el peluche como si fuera un escudo.
Lucía tomó el teléfono, pero antes de llamar a nadie, miró por la mirilla de la puerta principal. No había nadie en el pasillo. Aun así, decidió llamar inmediatamente a la policía. Explicó la situación con la mayor claridad posible, mientras intentaba no derrumbarse.
—No salgan de la vivienda. Una patrulla está en camino, le dijeron.
Pasaron quince minutos que parecieron una hora. Mateo no se separaba de ella. Cuando finalmente llegaron los agentes, revisaron la caja y la carpeta con extrema seriedad. Uno de ellos, el inspector Sergio Galván, pidió hablar con Lucía aparte.
—Señora Fernández, ¿conoce a alguien que pudiera estar vigilándola? ¿Alguna disputa reciente? ¿Alguna persona de su pasado que pudiera tener interés en usted o en su hijo?
Lucía negó con la cabeza. Su vida era sencilla: trabajaba como administrativa en una clínica dental, llevaba a Mateo al colegio, volvía a casa. Nada fuera de lo común.
—Hace meses —recordó de pronto— hubo un hombre que aparecía con frecuencia cerca del colegio. Yo pensaba que esperaba a algún niño… pero ahora no estoy tan segura.
El inspector tomó nota.
La policía revisó el edificio, recopiló grabaciones de cámaras y se llevó la caja como evidencia. Esa noche, Lucía y Mateo durmieron en casa de una amiga cercana, Carolina, quien, al ver la carpeta, no pudo ocultar su preocupación.
Al día siguiente, el inspector Galván llamó a Lucía:
—Hemos identificado al hombre que aparece en la silueta de la foto. Se llama Óscar Medina. Tiene antecedentes por acoso. Necesito que venga a la comisaría para ampliar la denuncia y revisar unas imágenes.
Lucía sintió un escalofrío. Recordó que Óscar había sido un paciente temporal de la clínica donde trabajaba. Una vez la había abordado de manera insistente, pero ella lo consideró solo un comportamiento incómodo y nunca imaginó algo así.
Cuando llegó a la comisaría y vio las imágenes de las cámaras, su mundo se desmoronó: Óscar se había acercado a la puerta de su casa tres veces en las últimas veinticuatro horas.
—No se preocupe, señora Fernández —dijo el inspector—. Vamos a protegerla. Pero necesitamos que coopere y que no vuelva sola a su vivienda hasta que lo localicemos.
Lucía asintió, aunque un pensamiento la golpeó como un puñal:
Si él había estado tan cerca… ¿y si volvía?
Durante los días siguientes, Lucía y Mateo permanecieron bajo vigilancia discreta. La policía intentaba localizar a Óscar sin éxito. Las cámaras del barrio lo habían captado caminando por calles cercanas, pero siempre desaparecía sin dejar rastro claro. La incertidumbre comenzaba a desgastar a Lucía.
Una tarde, el inspector Galván llamó con urgencia:
—Tenemos nueva información. Óscar alquiló una habitación en un hostal a dos calles de su casa. Lo vamos a detener esta noche, pero necesito que venga a la comisaría para una última declaración.
Lucía aceptó, pero dejó a Mateo bajo el cuidado de Carolina. Sentía una mezcla de alivio y miedo, como si algo aún no encajara del todo.
Mientras esperaba en la comisaría, otro agente se acercó con expresión tensa.
—Señorita Fernández, hemos encontrado algo más en la carpeta que quizá no vio. Estaba oculta entre dos páginas.
Era una nota escrita con letra irregular:
“No quise asustarte. Solo quería devolverte lo que era tuyo. Ellos también lo estaban buscando.”
Lucía se quedó petrificada.
—¿Ellos? ¿Quiénes?
El agente negó con la cabeza.
—No lo sabemos. Pero creemos que Óscar no actuaba solo… o que estaba siguiendo a otra persona.
Minutos después, llegó el aviso por radio:
Óscar había intentado huir del hostal, pero lo capturaron.
Lucía fue llamada a identificarlo. Cuando lo vio, Óscar parecía confundido, casi asustado. Le temblaban las manos.
—Yo no quería hacerle daño —repitió una y otra vez—. Solo quería proteger al niño. No entienden… hay alguien más, alguien que lo vigila desde hace meses…
Los agentes lo hicieron callar, pero esa frase dejó a todos inquietos.
El inspector Galván se acercó a Lucía:
—Puede que esté mintiendo, pero no podemos descartarlo. Revisaremos sus dispositivos, contactos y movimientos. Hasta entonces, mantendremos vigilancia en su vivienda.
Lucía agradeció el apoyo, pero llevaba un nudo en el estómago. La posibilidad de que hubiese otra persona involucrada la atormentaba. Esa noche, ya de regreso en casa de Carolina, abrazó largo a Mateo mientras él dormía.
Miró el peluche encontrado en la caja, ahora sobre la mesa. Notó algo extraño: una pequeña costura reciente en el abdomen del muñeco. Abrió con cuidado… y dentro encontró un dispositivo diminuto, como un rastreador.
Un escalofrío la recorrió.
¿Y si Óscar decía la verdad?
¿Quién había puesto realmente ese objeto allí?
La historia aún no tenía un final claro, pero Lucía lo entendió entonces:
Lo más peligroso quizá no era aquel hombre detenido… sino quien todavía no había mostrado su rostro.




