El hijo rico empujó a su madre paralizada por un acantilado, pero se olvidó de su fiel perro y el final.

El hijo rico empujó a su madre paralizada por un acantilado, pero se olvidó de su fiel perro y el final.

Aquel mediodía de verano, Alberto Sáenz, heredero de una de las familias más adineradas de Málaga, conducía lentamente por una carretera costera y solitaria. En el asiento trasero estaba su madre, Doña Elena, paralizada desde hacía dos años tras un accidente cerebrovascular. A su lado, con la cabeza apoyada en sus piernas, iba Bruno, el perro que había acompañado a la familia durante más de una década.

La prensa y la familia siempre habían visto a Alberto como un hijo ejemplar, pero por dentro hervía de resentimiento. Desde la enfermedad de su madre, la administración de los negocios familiares había quedado bajo la tutela de un abogado asignado por ella. Para recuperar el control total, Alberto necesitaba que su madre muriera; él ya no podía soportar la idea de seguir dependiendo de su permiso y supervisión.

Aparcó en un mirador remoto, donde el acantilado caía casi vertical al mar golpeado por las olas. Se acercó al asiento trasero, fingiendo amabilidad.

—Mamá, mira qué vista… —susurró, sabiendo que ella apenas podía mover los ojos.

Bruno levantó las orejas, inquieto. El perro siempre había tenido una sensibilidad especial para detectar tensiones.

Alberto abrió la puerta con brusquedad. Tomó la silla de ruedas plegable, la colocó cerca del borde del mirador y empujó suavemente a su madre hacia ella. Tras unos segundos de silencio, respiró hondo y, con un gesto frío, empujó a Doña Elena hacia el vacío.

El ruido de la caída se perdió en el choque constante del mar. Bruno empezó a ladrar desesperado, corriendo hasta el borde, olfateando el aire, gimiendo. Alberto, con el pulso acelerado, regresó hacia el coche. Solo entonces se dio cuenta de que había olvidado subir al perro.

—Maldición… —murmuró, mirando a su alrededor.

Bruno seguía allí, mirándolo como si entendiera que algo terrible había ocurrido. Y en ese instante, mientras el viento cortante le golpeaba el rostro, Alberto vio algo que no había previsto:
una pareja de excursionistas avanzaba por el sendero que bordeaba el acantilado, directamente hacia él…

Los excursionistas, una pareja de mediana edad llamada Javier y Marta, se sorprendieron al ver al perro ladrando sin descanso junto al borde. Alberto, intentando recuperar la compostura, les sonrió con rigidez.

—Disculpen, mi perro se ha alterado por el viento —dijo, intentando sonar natural.

Pero Bruno no dejaba de mirar el abismo, soltar gemidos y volver hacia ellos, como si quisiera guiarlos. Marta frunció el ceño.

—Parece que intenta decirnos algo. ¿Está todo bien?

Alberto sintió un sudor frío recorrerle la espalda.
—Sí, sí… solo que mi madre… —se detuvo un segundo, improvisando—. Mi madre se adelantó por el sendero. El perro está inquieto porque no la ve.

Javier observó la silla de ruedas abandonada a unos metros.
—¿Camina sola?

Alberto tragó saliva.
—Bueno… está en proceso de recuperación.

La pareja intercambió una mirada de duda. Antes de que Alberto pudiera reaccionar, Bruno salió corriendo hacia un pequeño saliente seguro desde el cual se veía claramente parte del acantilado. El perro ladraba desesperado, mirando hacia abajo.

Marta dio unos pasos cautelosos y miró también. Su rostro palideció.

—Dios mío, Javier… ¡hay alguien en el agua!

Alberto sintió que el mundo se le caía encima. Sin pensarlo, Javier ya estaba llamando a emergencias.
—112, hemos visto una posible caída por un acantilado en la zona del Mirador del Faro…

Alberto intentó acercarse para intervenir, pero Marta lo miró con suspicacia.

—¿Está seguro de que su madre está bien? —preguntó, fijándose en que sus manos temblaban.

La sirena de un vehículo de Guardia Civil comenzó a escucharse a lo lejos. El pánico se apoderó de Alberto. Tenía que huir, pero la presencia de testigos complicaba todo. Además, si dejaba allí su coche, sería una prueba irrefutable.

Bruno volvió junto a él, gruñendo. Jamás lo había visto así. El perro, que siempre lo había tratado con afecto, ahora parecía reconocer algo en su mirada: culpa.

Alberto dio un paso atrás, mirando a los excursionistas, al perro y al camino de acceso por donde ya se veía acercarse el vehículo oficial. No podía escapar sin llamar aún más la atención.

—Todo fue un accidente… —murmuró, aunque nadie se lo había preguntado todavía.

El sonido de la sirena se acercaba más y más, y las ondas del mar seguían golpeando el sitio donde había caído su madre.

Los agentes de la Guardia Civil llegaron en pocos minutos. Tras escuchar el relato de la pareja, se dirigieron inmediatamente hacia Alberto.

—¿Es usted el hijo de la mujer que ha caído? —preguntó el sargento.

Alberto sintió que sus piernas flaqueaban.
—Yo… sí… pero… fue un accidente. La silla se movió sola.

El sargento observó la posición de la silla, demasiado lejos del coche y demasiado cerca del borde.
—¿Su madre podía mover los brazos o las piernas? Necesitamos entender cómo ocurrió.

Bruno comenzó a ladrar otra vez, acercándose y alejándose del sargento, como intentando arrastrarlo hacia el borde.

Uno de los agentes se acercó al perro.
—Parece estar señalando algo. Los perros suelen reaccionar cuando ven un accidente.

La llegada de un equipo de rescate añadió tensión. Mientras preparaban el descenso con cuerdas, Alberto intentó mantener la calma. Pero todo se complicó cuando uno de los excursionistas mencionó, sin mala intención:

—Nos dijo que su madre iba caminando por el sendero… pero luego vimos la silla junto al borde…

El sargento levantó la mirada hacia Alberto.
—¿Qué quiso decir exactamente con eso?

Alberto se quedó mudo. La contradicción era obvia.

Media hora después, los rescatistas informaron que habían encontrado el cuerpo sin vida de Doña Elena. A la vez, en la carretera cercana, una cámara de tráfico había captado parcialmente el coche detenido en el mirador a la hora estimada de la caída.

El sargento se acercó a Alberto.

—Necesita acompañarnos a declarar. Hay inconsistencias en su relato.

Bruno se sentó junto al agente, como si aprobaba la decisión. Cuando Alberto intentó acercarse al perro, este retrocedió, mostrando un gruñido bajo y doloroso, como si supiera exactamente lo que había hecho.

Horas después, en la comisaría, ante la presión de las pruebas y las preguntas, Alberto terminó derrumbándose. Confesó entre lágrimas, no por arrepentimiento, sino por miedo. Y fue precisamente Bruno quien, sin proponérselo, había desencadenado toda la cadena de sospechas.

El caso conmovió a la opinión pública. El perro fiel fue adoptado por la pareja de excursionistas, mientras el juicio avanzaba lentamente. Muchos se preguntaban cómo alguien podía llegar tan lejos por ambición.

Y tú, lector o lectora…