Un padre soltero salvó a un millonario enterrado vivo en el bosque… pero lo que ella susurró lo dejó atónito…
Javier Muñoz, un padre soltero de treinta y ocho años, trabajaba como repartidor en un pequeño pueblo en las afueras de Segovia. Desde que la madre de su hijo los abandonó, se había dedicado por completo al pequeño Leo, de siete años. Aquella tarde de otoño, mientras regresaba por un camino forestal después de su turno, su camioneta se detuvo bruscamente: una rueda había reventado al pasar sobre una rama puntiaguda. Maldijo en voz baja, tomó las herramientas y se dispuso a cambiarla.
El silencio del bosque solo era interrumpido por el crujir de hojas… hasta que un sonido extraño, como un gemido ahogado, llegó desde unos metros más adentro. Javier frunció el ceño. Al principio pensó que sería algún animal herido, pero el gemido volvió, esta vez más claro, más humano.
Guiado por una mezcla de preocupación y adrenalina, se adentró entre los árboles. A los pocos pasos, sus ojos se abrieron con horror: en un claro pequeño, había un montículo de tierra removida. Y de él, apenas asomaba una mano temblorosa.
—¡Dios mío! —susurró.
Comenzó a cavar desesperadamente con las manos, lanzando tierra a los lados. Tras un minuto frenético, logró descubrir el rostro de una mujer joven, con la boca cubierta de cinta adhesiva y los ojos llenos de un terror indescriptible. Respiraba con dificultad. Javier arrancó la cinta y ella tomó aire como si regresara del borde de la muerte.
—Ayúdame… por favor —susurró, la voz quebrada—. Van a volver… no tenemos tiempo.
Javier intentó tranquilizarla mientras seguía liberándola. Cuando por fin consiguió sacarla del improvisado enterramiento, la mujer cayó de rodillas, temblando.
—¿Quién te hizo esto? —preguntó él.
Ella tragó saliva, mirándolo como si no supiera si confiar.
—Me llamo Clara Álvarez —dijo al fin— y soy… soy heredera de una de las mayores empresas de construcción de España. Me secuestraron esta mañana. Y… —sus ojos se llenaron de lágrimas— creen que estoy muerta.
Javier quedó paralizado. Una millonaria enterrada viva. Secuestradores cerca. Nada tenía sentido.
Pero antes de que pudiera reaccionar, Clara se aferró a su brazo, los labios temblorosos, y le susurró algo que lo dejó helado…
Y ahí estalló el verdadero peligro.
—“Te han seguido. No venías solo.”
El susurro de Clara atravesó el pecho de Javier como un disparo. Giró lentamente la cabeza hacia el sendero por donde había llegado. Entre los árboles, casi imperceptible, una sombra se movió. Le sudaron las manos. No tenía idea de quiénes eran ni qué querían, pero si habían enterrado viva a Clara, él no significaba nada para ellos.
—Tenemos que irnos ya —dijo Javier, levantándola como pudo.
Clara cojeaba, agotada por horas bajo tierra. Él la llevó casi a rastras hasta su camioneta. El neumático seguía desinflado, pero no había tiempo para repararlo. Subió a Clara al asiento del copiloto, giró la llave y el motor rugió. Movió el vehículo apoyándose solo en tres ruedas, avanzando por el camino de tierra con golpes secos.
Un disparo resonó detrás de ellos.
Clara gritó. Javier aceleró. La camioneta se tambaleó violentamente, pero siguió avanzando. A unos quinientos metros, tomó un desvío estrecho que bordeaba un arroyo. Solo cuando el bosque se hizo más denso, redujo la velocidad para respirar.
—¿Por qué te hicieron esto? —preguntó, aún sin aliento.
Clara apretó los dientes.
—Mi tío. Quiere quedarse con la empresa de mi padre. Yo soy la única heredera legítima. Fingir mi muerte resolvería su problema.
—¿Y por qué te dejaron aquí?
—Porque iban a “descubrir” mi cuerpo mañana. Tenían todo planeado.
Javier sintió un escalofrío. Aquella no era una historia de delincuentes comunes. Era política familiar, negocios sucios, poder.
Condujeron hasta una cabaña de vigilancia abandonada donde Javier solía llevar a Leo para acampar. Era remota, sin electricidad, pero segura por el momento.
Clara estaba débil, así que Javier la recostó en un catre viejo y le dio agua.
—Gracias… si no hubieras pasado por ahí… —murmuró ella.
—Cualquiera lo habría hecho —respondió él, aunque sabía que no era cierto.
En ese instante, el móvil de Javier vibró. Un mensaje de un número desconocido:
“Sabemos que la tienes. No te metas en lo que no entiendes.”
Javier sintió que su estómago se hundía. ¿Cómo sabían ya? ¿Habían rastreado su vehículo? ¿Lo habían seguido desde antes?
Clara lo observaba, pálida.
—Lo siento… Te he puesto en peligro. Pero eres la única persona que puede ayudarme.
Él apretó el móvil, indeciso. Era un padre soltero. Tenía un niño esperando en casa. Y ahora tenía frente a él una mujer cuya vida valía millones… pero cuya muerte valía aún más.
Y entonces, Javier tomó una decisión que cambiaría todo.
Javier respiró hondo. Pensó en Leo, en lo que significaría para él si su padre no volvía a casa. Pero también vio a Clara, temblando en aquel catre, luchando por seguir viva.
—Voy a ayudarte —dijo finalmente—, pero tenemos que hacerlo bien. No podemos ir a la policía sin pruebas.
Clara asintió.
—Mi tío controla a varios oficiales. Necesitamos llegar a Madrid y hablar con mi abogado, Diego Carmona. Él es el único que conoce el testamento original.
Javier revisó el móvil: no había señal. Perfecto para esconderse, terrible para pedir ayuda.
—Tenemos que movernos antes de que den con nosotros —dijo.
Salieron de la cabaña sin luces, caminando por un sendero que Javier conocía bien. Llegaron a un viejo cobertizo donde guardaba una moto de enduro que usaba en fines de semana. La llenó de gasolina, ayudó a Clara a subir y arrancó.
La carretera secundaria estaba desierta. Durante los primeros kilómetros, parecía que la suerte los acompañaba. Pero cuando se acercaban al desvío hacia la autovía, unas luces aparecieron detrás de ellos.
—No… —susurró Clara.
—Agárrate —respondió Javier.
Aceleró al máximo. El motor rugía, sacudiéndose bajo el peso de dos personas. La furgoneta negra se acercaba rápidamente. Un brazo salió por la ventanilla: llevaba un arma.
Javier giró bruscamente hacia un camino agrícola. El terreno era irregular, pero la moto podía resistirlo. La furgoneta no. Tras un minuto de persecución, los oyeron perderse en la distancia.
Finalmente alcanzaron una gasolinera aislada. Allí, Javier logró usar un teléfono público.
—Diego —dijo Clara con voz urgente—, estoy viva. Mi tío intentó matarme. Necesito que prepares todo. Llegaremos en una hora.
El abogado guardó unos segundos de silencio antes de responder:
—Venid directo a mi despacho. Y tened cuidado. No podéis confiar en nadie.
Con el corazón golpeando en el pecho, volvieron a la moto. Llegaron a Madrid ya al amanecer. Diego los esperaba con documentos y grabaciones que demostraban la implicación del tío de Clara. Javier no entendía la mitad, pero sabía que aquello era suficiente para salvarla.
Horas después, la policía —esta vez federales externos al control del tío— irrumpió en su mansión y lo arrestó.
Clara, libre por fin, miró a Javier con gratitud profunda.
—No tengo forma de agradecerte. Pero si quieres… me encantaría conocer a Leo.
Javier sonrió, exhausto.
—A él le encantará conocerte también.




