La niña fue a la policía gritando: “Por favor, síganme a casa”; vinieron y rompieron a llorar cuando vieron esta escena..
La pequeña Lucía Romero, de apenas ocho años, irrumpió en la comisaría del distrito de Salamanca con el rostro lleno de lágrimas, la ropa arrugada y la voz quebrada. Gritaba sin pausa:
—¡Por favor, síganme a casa! ¡Por favor, rápido!
Los agentes, sorprendidos por la urgencia y el pánico en la mirada de la niña, reaccionaron de inmediato. La subinspectora Elena Serrano se inclinó hacia ella, intentando obtener algo de información mientras la ayudaba a respirar.
—Lucía, ¿qué ha pasado?
—Mi mamá… no se mueve… y huele extraño… por favor… —sollozó.
No había tiempo para más preguntas. Tres patrullas salieron escoltando a la niña, que insistió en ir delante para guiarlos. El trayecto fue corto, pero la tensión dentro de los coches era tan espesa que nadie se atrevía a hablar. Elena observaba por la ventana el temblor de las manos de la niña, aferradas al cinturón de seguridad.
Cuando llegaron al edificio, Lucía salió corriendo escaleras arriba sin esperar a que la policía la alcanzara. Abrió la puerta del piso 3B de un empujón.
—¡Aquí! ¡Aquí! —gritó.
Los agentes entraron y se encontraron inmediatamente con un silencio espeso, irreal. El salón estaba desordenado, como si alguien hubiera salido corriendo. En el aire flotaba un olor químico fuerte, casi metálico. Lucía, llorando, señaló el pasillo.
—Está en mi cuarto… por favor…
Elena avanzó despacio, con la mano en la linterna. Cuando empujó la puerta, se quedó paralizada.
Sobre la cama, la madre de Lucía, María Romero, estaba tendida de lado, inmóvil, con un tono de piel ceniza. Sus manos estaban amarradas con una bufanda, y había un pequeño frasco de vidrio roto en el suelo. No había señales claras de violencia… pero algo terrible había ocurrido allí.
Elena tragó saliva.
—Unidad médica, urgente —susurró por la radio.
Pero lo que hizo que dos agentes rompieran finalmente a llorar no fue la escena de la madre. Fue lo que encontraron segundos después al encender la luz completamente: un pequeño cuaderno infantil, abierto sobre la mesa, lleno de dibujos que mostraban semanas de miedo, silencios y visitas nocturnas de una persona que no vivía allí.
Y el nombre repetido una y otra vez: “Tío Raúl”.
La subinspectora levantó la vista hacia Lucía.
Y entonces… alguien tocó la puerta del apartamento.
El golpe en la puerta resonó por todo el piso. Lucía dio un salto y se escondió automáticamente detrás de Elena, temblando. Los agentes se miraron entre sí: nadie más en el edificio sabía que estaban allí.
—¡Policía! Identifíquese —ordenó Elena.
Hubo un silencio breve, después una voz masculina respondió:
—¿Lucía? Soy yo, cariño. ¿Estás bien?
Elena sintió cómo la tensión dentro del pasillo se convertía en electricidad pura. Sin decir una palabra, hizo una seña a los agentes. Dos se colocaron a los lados y uno se preparó para abrir la puerta.
Al girar el picaporte, la escena se desplegó en segundos. Raúl Martínez, hermano de la madre y tío de Lucía, quedó de pie al otro lado con una bolsa de comida en la mano. Vestía ropa informal, pero su expresión se deformó al ver las armas apuntándole.
—¿Qué… qué está pasando? —balbuceó.
Lucía rompió a llorar con un grito agudo.
—¡Fuiste tú! ¡Tú le diste eso a mamá! ¡Te lo vi!
Raúl negó con la cabeza, retrocediendo.
—No, yo… yo solo vine a traerle comida. María estaba deprimida, pero nada más…
El cuaderno infantil encontrado en la habitación se convirtió en la pieza clave. Elena lo abrió frente a él.
—Según esto, usted llevaba semanas apareciendo sin avisar. A veces de noche. A veces cuando la niña estaba sola. ¿Qué tiene que decir?
Raúl comenzó a sudar. Su respiración se volvió irregular.
—María… estaba pasando por un mal momento. Yo solo quería ayudar. Lo del frasco… ella… yo no…
Sus palabras comenzaron a contradecirse, enredándose una y otra vez.
Los técnicos forenses llegaron y confirmaron que la sustancia hallada en la habitación no era accidental. Era un sedante fuerte, no recetado, usado en dosis pequeñas.
—Raúl Martínez —dijo Elena, con voz firme— queda usted detenido mientras investigamos su implicación en el envenenamiento.
La expresión del hombre cambió de confusión a pánico absoluto.
—¡No! ¡Ella me lo pidió! ¡Quería dormir, descansar… yo solo obedecí!
Pero Lucía lo interrumpió con un grito que heló a todos.
—¡Mentira! Yo te escuché! Dijiste que mamá “era un problema” desde que papá se fue.
Raúl cerró los ojos, resignado.
Mientras lo esposaban, los paramédicos trabajaban en la habitación. Y entonces, una de las técnicas avisó:
—Hay pulso. Débil… pero hay.
Lucía ahogó un sollozo de alivio.
La madre aún estaba viva.
Y ahora, la verdad tenía que salir completamente a la luz.
María fue trasladada de inmediato al hospital universitario. Lucía insistió en ir con ella, y Elena se mantuvo a su lado durante todo el trayecto. En la ambulancia, la niña apretaba la mano de la subinspectora con una fuerza sorprendente.
—¿Mi mamá va a despertar? —preguntó con la voz quebrada.
—Estamos haciendo todo lo posible, Lucía. Pero necesita tiempo —respondió Elena.
Mientras tanto, en comisaría, Raúl era interrogado. Comenzó negándolo todo, pero la presión de los agentes y las pruebas acumuladas lo fueron debilitando. El análisis preliminar del sedante encontrado coincidía con uno registrado en una clínica privada donde Raúl había trabajado como auxiliar hacía años.
Finalmente, confesó parcialmente.
—María estaba al límite… económicamente, emocionalmente… Y yo… bueno, pensé que si descansaba, si dormía profundo, se calmaría. No quería hacerle daño. Solo… solo necesitaba que dejara de gritarme, de decir que estaba sola…
Pero las declaraciones de Lucía contaban otra historia. Según los dibujos del cuaderno, Raúl aparecía constantemente exigiendo dinero, presionando a su hermana para vender el piso que habían heredado. Los detectives ampliaron la investigación y encontraron mensajes en el móvil de María donde ella decía sentirse “acosada” por su propio hermano.
Mientras la verdad emergía, una enfermera avisó a Elena de que María había despertado.
La subinspectora y la niña corrieron a la habitación. María abrió los ojos despacio, confusa, pero al ver a Lucía, las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.
—Mi cielo… lo siento… —susurró.
Lucía se lanzó a sus brazos.
—Mamá, pensé que te había perdido.
Elena esperó unos minutos antes de intervenir.
—María, necesitamos saber qué ocurrió exactamente.
La mujer respiró hondo.
—Raúl… me presionaba más cada día. Quería que vendiera el piso. Ayer discutimos fuerte. Me dijo que “era mejor descansar” y que él se encargaría de todo. No recuerdo mucho después de eso…
Con su testimonio y las pruebas reunidas, la policía pudo cerrar el caso. Raúl fue procesado por intento de homicidio y coacción continuada.
Días después, Lucía y María regresaron a casa, acompañadas por trabajadores sociales y con una red de apoyo mucho más sólida que antes. Por primera vez en meses, el hogar se sintió en paz.
Y aunque el camino hacia la recuperación sería largo, madre e hija lo recorrerían juntas.


