“Esta noche a las 9… Ven a mi oficina para obtener puntos extra…” — dijo la profesora, madre soltera, después de reprobar mi examen…
Alejandro salió del aula con el examen en la mano, la nota roja destacaba como una herida: un 4,2. Era la tercera vez que suspendía con la profesora Martínez. Ella, Carmen Martínez, tenía treinta y ocho años, era madre soltera de una niña de siete, y llevaba separada dos años del padre de la pequeña. En la facultad todos sabían que trabajaba hasta tarde para pagar la hipoteca y la guardería; también sabían que era estricta, casi dura, pero justa.
Cuando el resto de compañeros ya se habían marchado, Carmen lo llamó desde su mesa.
—Alejandro, quédate un momento.
Él se acercó, con el estómago encogido. Ella guardó sus cosas lentamente, como si estuviera decidiendo algo.
—Esta noche a las nueve… Ven a mi oficina para obtener puntos extra —dijo en voz baja, sin mirarlo directamente a los ojos—. Trae el examen y el cuaderno de prácticas. Cerraré la puerta del departamento, así que llama al timbre del patio interior.
Alejandro sintió que el aire se espesaba. No era una invitación normal; lo notó en el tono, en cómo ella apretó los labios después de hablar, como conteniendo algo más.
—¿Segura, profesora? Es viernes por la noche…
—Precisamente por eso —respondió ella, ya recogiendo su bolso—. Nadie molesta. Y tú necesitas esos puntos, ¿no?
No esperó respuesta. Salió del aula dejando un leve rastro de perfume barato y cansancio.
A las nueve menos cinco, Alejandro estaba frente al edificio de Letras. El campus estaba desierto, solo alguna luz de emergencia. Tocó el timbre del patio interior. La puerta se abrió con un zumbido. Subió las escaleras en penumbra hasta el tercer piso. La puerta de la oficina de Carmen estaba entreabierta; dentro solo ardía la lámpara de mesa.
—Pasa y cierra —dijo ella desde el fondo.
Alejandro entró. Ella se había quitado la chaqueta del traje y llevaba una blusa blanca sencilla, el pelo suelto. Sobre la mesa había dos tazas de café y el examen de él, lleno de anotaciones rojas.
—Cierra con pestillo —añadió Carmen, y esta vez sí lo miró a los ojos.
Él obedeció. El clic del pestillo sonó demasiado fuerte en el silencio.
Ella se levantó, rodeó la mesa y se quedó a menos de un metro.
—No voy a mentirte, Alejandro. Estoy agotada de corregir exámenes mediocres y de llegar a casa a las once para acostar a mi hija por videollamada. Tú… tú eres listo, pero vago. Y yo necesito algo que me haga sentir viva aunque sea una hora.
Se acercó otro paso. Él pudo ver las pequeñas arrugas de cansancio junto a sus ojos, el leve temblor de sus labios.
—Solo una vez. Sin nombres fuera de aquí. Sin mensajes. Sin complicaciones. Tú recuperas el examen y yo… yo recupero algo de mí.
Alejandro tragó saliva. El corazón le latía en las sienes.
Carmen puso una mano suave sobre su pecho, como midiendo si él iba a retroceder. Él no lo hizo.
Entonces ella se inclinó y lo besó. Un beso breve al principio, casi de prueba, luego más profundo, como si llevara meses conteniéndose. Alejandro dejó caer la mochila al suelo. Sus manos encontraron la cintura de ella; ella las suyas de él se posaron en su nuca.
En segundos estaban contra la estantería, los libros temblando con cada movimiento. Carmen respiraba agitada contra su boca, los dedos de él desabotonando con torpeza la blusa. Cuando la tela se abrió, ella tomó su mano y lo guió despacio hacia el sofá viejo que había en la esquina de la oficina.
Se tumbaron. Ella encima, controlando, como si temiera perder el mando de la situación. Las luces del campus parpadeaban a través de las persianas. El tiempo se volvió borroso.
Justo cuando las manos de Alejandro bajaban por la cremallera de la falda de ella, la luz del pasillo se encendió de golpe. Alguien giraba el pomo de la puerta.
Los dos se quedaron helados. El pomo se movió otra vez, más fuerte. Una voz de hombre, mayor, con acento andaluz:
—¿Carmen? ¿Estás ahí? He visto luz desde la calle. Soy Manolo, el vigilante.
Carmen se incorporó de un salto, arreglándose la blusa con manos temblorosas.
—Un segundo, Manolo —respondió, intentando que la voz no le fallara.
Alejandro se agachó detrás del sofá, recogiendo su mochila como escudo ridículo. Carmen se acercó a la puerta, abrió solo una rendija y asomó la cabeza.
—Estoy terminando de preparar unas oposiciones, Manolo. No te preocupes, ahora bajo y cierro yo.
—¿Seguro? Porque el rector ha pedido que hagamos ronda extra después de lo del robo la semana pasada.
—Seguro. Gracias.
Carmen cerró despacio. Esperó. Los pasos de Manolo se alejaron por el pasillo. Solo entonces soltó el aire que había estado conteniendo.
—Mierda —susurró—. Casi nos pillan.
Alejandro salió de su escondite, rojo hasta las orejas.
—¿Y ahora?
—Ahora nos vestimos y salimos por separado —dijo ella, ya abotonándose—. Tú esperas cinco minutos y bajas por la escalera de atrás. Yo apago la luz y cierro como si nada.
Pero cuando Carmen se inclinó a recoger su chaqueta del suelo, se quedó quieta. Una foto pequeña había caído del bolsillo interior: su hija Lucía, sonriendo con dos coletas.
La miró un segundo demasiado largo. Luego la guardó de nuevo, pero algo cambió en su expresión.
—Alejandro… lo siento. No puedo.
Él se quedó parado, con la camisa a medio meter.
—¿Cómo que no puedes?
—Esto ha sido un error. Tengo una hija. Si mañana Manolo cuenta que vio luz, o si alguien nos ve salir… No puedo arriesgar mi trabajo. Ella depende de mí.
Se acercó, le puso las manos en las mejillas.
—Tú eres un buen chico. Y yo una profesora desesperada que ha perdido la cabeza cinco minutos. Pero no vale la pena destrozar dos vidas por una noche.
Alejandro sintió una mezcla de alivio y decepción tan fuerte que casi le mareó.
—¿Y el examen?
Carmen sonrió con tristeza.
—El examen te lo apruebo. No por esto… sino porque sé que puedes hacerlo bien si te lo propones. Pero esta noche no va a pasar nada más.
Se miraron en silencio. Luego ella lo acompañó hasta la puerta, abrió el pestillo y le dio un beso suave en la comisura de los labios, casi maternal.
—Vete ya. Y gracias por… por hacerme sentir deseada aunque solo fuera un rato.
Alejandro bajó las escaleras con el corazón latiendo fuerte, pero ya no de deseo, sino de una extraña ternura.
Cuando llegó al patio, la luz de la oficina se apagó. Carmen seguía dentro, sola, mirando la taza de café que no habían llegado a beber.
Dos semanas después, Alejandro aprobó el recuperatorio con un siete. Carmen corrigió su examen sin una sola anotación personal, solo una pequeña carita sonriente al lado de la nota, casi imperceptible.
En clase ya no lo miraba distinto; volvía a ser la profesora estricta de siempre: seria, exigente, con el pelo recogido y ojeras que no conseguía disimular. Pero a veces, cuando él levantaba la mano para preguntar algo, ella tardaba medio segundo más de lo normal en responderle, como si recordara.
Una tarde, al terminar la última clase del curso, Alejandro se quedó recogiendo sus cosas despacio. Cuando el aula quedó vacía, se acercó a la mesa de Carmen.
—Profesora… solo quería darle las gracias. Por el siete. Y por… aquello.
Ella levantó la mirada del ordenador. Sonrió apenas.
—No tienes que darlas. Me porté como una imprudente. Pero me alegro de que hayas aprobado por ti mismo.
Hubo un silencio cómodo.
—¿Cómo está Lucía? —preguntó él de pronto.
Carmen parpadeó, sorprendida de que recordara el nombre.
—Bien. Este fin de semana la llevo al parque de atracciones. Primera vez que podremos permitirnoslo en meses.
Alejandro asintió. Sacó del bolsillo un pequeño sobre y lo dejó encima de la mesa.
—Es una tarjeta regalo del Corte Inglés. Para Lucía. Nada raro, solo… para que se compre algo que le guste.
Carmen abrió el sobre. Dentro había una tarjeta de 50 euros y una notita escrita a mano: “Para la niña más valiente que conozco. De alguien que aprendió a no ser tan vago. –A.”
Los ojos de Carmen se humedecieron un instante, pero se contuvo.
—No deberías haberlo hecho.
—Lo sé. Pero quería hacerlo.
Ella guardó el sobre en el bolso con cuidado, como si fuera algo frágil.
—Cuídate mucho, Alejandro. Y el año que viene, no suspendas, ¿vale?
—Prometido.
Se dieron la mano, un apretón breve y profesional. Pero cuando él ya estaba en la puerta, Carmen habló otra vez.
—Por cierto… nunca volví a quedar hasta tan tarde en la oficina. Algunas cosas es mejor dejarlas en intento.
Alejandro sonrió.
—Algunas cosas sí. Otras… quién sabe.
Salió al pasillo. El curso había terminado, y con él una historia que nunca llegó a ser del todo, pero que los dos guardarían en silencio.
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