Mi hija de 8 años se desmayó en la escuela y la llevaron de urgencias. Me temblaban las manos mientras conducía, rezando para que se recuperara. Al llegar a recepción, la enfermera levantó la vista y dijo en voz baja: «Su familia acaba de llegar a su habitación
Cuando el teléfono sonó aquella tarde de martes, Elena jamás imaginó que su vida daría un vuelco en cuestión de segundos. La voz temblorosa de la maestra le anunció que su hija de ocho años, Lucía, se había desmayado en el patio de la escuela. No hubo preámbulos, no hubo calma, solo la urgencia cruda que paraliza el pecho y acelera el alma. Elena dejó todo atrás y salió a toda prisa, casi sin recordar cómo llegó al coche ni cómo arrancó. Mientras conducía, sus manos temblaban sin control sobre el volante. Cada semáforo parecía eterno, cada curva un obstáculo entre ella y la certeza de que su hija seguía respirando. Rezaba en silencio, casi en susurros, palabras atropelladas que apenas reconocía como propias.
Cuando finalmente llegó al hospital, buscó desesperada la recepción. Allí, una enfermera joven levantó la vista al verla entrar. Reconoció la expresión de pánico inmediato, esa mezcla de miedo y culpa que solo un padre conoce.
—La familia de Lucía acaba de llegar a su habitación —dijo en voz baja, como si temiera quebrar algo frágil.
Elena asintió sin poder pronunciar palabra y siguió a la enfermera por un pasillo largo, donde el olor a desinfectante parecía más intenso de lo habitual. Al acercarse a la habitación, escuchó voces suaves, murmullos que parecían flotar en el aire. De pronto, el médico salió justo cuando ella estaba a punto de entrar.
—¿Eres la madre? Ven conmigo —indicó con gesto serio.
Él la condujo unos pasos lejos de la puerta. Elena sentía que el corazón intentaba escapársele del pecho. El médico inhaló profundamente y comenzó a explicarle lo poco que sabían: que Lucía había perdido el conocimiento de forma repentina, que la llevaron consciente pero muy débil, que estaban evaluando si se trataba de un episodio aislado o de algo más.
Elena apenas escuchaba los detalles; su mente solo repetía la misma pregunta sin descanso: “¿Está bien mi hija?”
De pronto, el médico se detuvo y su expresión cambió apenas, como si lo que iba a decir requiriera una delicadeza absoluta.
—Necesito que te prepares —dijo—. Hay algo que debemos revisar cuanto antes.
En ese instante, el cuerpo de Elena se tensó por completo… y fue entonces cuando la puerta de la habitación se abrió desde dentro.
Elena se volvió de inmediato hacia la puerta, casi tropezando al intentar adelantarse al médico. Una enfermera salió con una carpeta en la mano, pero su expresión no revelaba nada. Elena entró sin esperar permiso. Allí, en la cama, estaba Lucía: pálida, con un cable en el dedo y un monitor que emitía pitidos rítmicos. Sus ojos estaban cerrados, como si dormiera profundamente. Elena se acercó despacio, temiendo que cualquier movimiento brusco la lastimara.
—Lucía, cariño… mamá está aquí —susurró mientras tomaba su mano tibia.
La niña abrió los ojos apenas, lo suficiente para reconocerla. Una lágrima silenciosa se formó en la comisura del ojo de Elena al ver aquella pequeña sonrisa débil.
El médico entró detrás de ella y dejó unos papeles sobre una mesa.
—Estamos revisando varias posibilidades —explicó—. El desmayo pudo deberse a deshidratación, estrés, una caída previa… o algo más relacionado con su sistema nervioso. Necesitamos hacerle unos estudios.
La palabra nervioso retumbó en la cabeza de Elena con fuerza. Había notado hace semanas que Lucía se quejaba de dolores de cabeza, pero siempre parecían pasajeros, simples molestias de un día de clases especialmente largo. Nunca imaginó que pudieran estar conectados a algo más serio.
—¿Qué tipo de estudios? —preguntó tratando de sonar más firme de lo que se sentía.
—Un electroencefalograma, análisis completos y, dependiendo de los resultados, una resonancia —respondió el médico.
Mientras hablaba, Lucía volvió a cerrar los ojos, agotada. Elena se quedó a su lado, acariciándole el cabello, tratando de transmitirle una calma que ella misma no tenía. Los minutos pasaron entre visitas rápidas de enfermeras, cambios de cables, preguntas clínicas y silencios eternos. Cada sonido del monitor la mantenía en vilo, como si el más leve cambio pudiera significar una tragedia.
Cuando finalmente estuvieron solas, Elena respiró hondo y dejó que su mente repasara cada detalle de los últimos meses: las veces que Lucía dijo sentirse mareada, los días que no quiso desayunar, aquella tarde en la que se quedó muy quieta en el sofá sin razón aparente. ¿Cómo no lo había visto antes? ¿Cómo había dejado que todo pareciera normal?
Apretó la mano de su hija con suavidad.
—No te preocupes, mi amor. Voy a estar aquí todo el tiempo —susurró, más para convencerse a ella misma que a Lucía.
La puerta volvió a abrirse entonces, pero esta vez ya no era un médico, ni una enfermera.
Era su hermano Javier, con el rostro lleno de preocupación.
Javier cruzó la habitación sin decir nada, directamente hacia Elena. La abrazó con fuerza, como si quisiera sostenerla para que no se desmoronara. Ella apoyó la frente en su hombro y por primera vez desde que comenzó todo, dejó escapar un sollozo largo, profundo, que llevaba horas conteniéndose.
—Estoy aquí —dijo él con voz baja—. No estás sola.
Se separaron despacio y Javier miró a la pequeña Lucía en la cama. Sus ojos se humedecieron de inmediato.
—¿Qué ha dicho el médico? —preguntó.
Elena le explicó todo como pudo, con frases entrecortadas y manos temblorosas. Mientras hablaban, Lucía volvió a abrir los ojos, y al ver a su tío, sonrió apenas.
—Hola, princesa —dijo Javier acercándose—. Nos has dado el susto de la vida.
Lucía no habló, pero apretó ligeramente su mano. Ese gesto tan pequeño, tan frágil, bastó para que los dos adultos recuperaran un poco de esperanza.
Elena decidió salir un momento para hablar con el médico en el pasillo. Él le explicó que los primeros análisis habían mostrado indicios de un desequilibrio severo de glucosa, algo que podía explicar el desmayo y los síntomas previos. No era un diagnóstico definitivo, pero abría una línea clara para actuar.
—Necesitamos más pruebas, pero esto es tratable —aseguró el médico—. Lo importante es que lo hemos detectado a tiempo.
Aquellas palabras fueron como una puerta que se entreabría en medio de la oscuridad. Elena sintió que el aire volvía a llenar sus pulmones de manera completa por primera vez desde la llamada de la escuela.
Volvió a la habitación y se sentó junto a Lucía. Le habló con calma, contándole que pronto sabrían exactamente qué pasaba y que el doctor estaba seguro de que podían solucionarlo. Lucía la escuchó en silencio, todavía débil, pero más tranquila.
Javier se quedó con ellas, haciendo bromas suaves para aliviar la tensión. Una enfermera trajo una manta más cálida y ajustó el monitor. La noche avanzó sin sobresaltos, y aunque el miedo seguía ahí, ya no era un monstruo inmenso sino una sombra que podían enfrentar juntos.
Antes de que amaneciera, Elena tomó la mano de su hija y pensó en todo lo que realmente importa, en cómo un solo instante puede cambiarlo todo, y en la fuerza que aparece cuando se trata de proteger a quienes más amamos.
Y ahora que has llegado hasta aquí, dime:
¿Te gustaría que escriba una continuación, un epílogo, o quizá una versión desde la perspectiva de Lucía?




