Un multimillonario ve a su exnovia, a la que dejó hace seis años, con tres hijos que se parecen mucho a él.
Aquel viernes por la tarde, Javier Montiel, un multimillonario madrileño de treinta y ocho años, salió de una reunión en el Hotel Castellana Hilton con la mente agotada. Había pasado semanas negociando la compra de una empresa tecnológica en pleno auge, y solo quería un café antes de regresar a su oficina. Caminó hacia una cafetería cercana, la misma donde solía reunirse, seis años atrás, con Lucía Romero, la mujer a la que había amado más de lo que nunca admitió.
Entró sin pensar demasiado… y el mundo pareció detenerse. En una mesa, cerca de la ventana, estaba Lucía. Su cabello oscuro seguía cayendo sobre sus hombros como antes, pero ahora tenía un aire más sereno, más maduro. Frente a ella, tres niños jugaban con unos lápices de colores: dos varones y una niña. Pero lo que realmente le hizo perder el aliento fue lo mucho que los niños se parecían a él. Tenían sus mismos ojos verdes, la misma forma de la mandíbula e incluso el gesto ligeramente serio al concentrarse.
Su corazón dio un vuelco.
—No… no puede ser —murmuró, sin darse cuenta.
Lucía levantó la mirada y sus ojos se encontraron. Un segundo eterno. Ella palideció ligeramente, como si no esperara volver a verlo jamás.
Javier quiso acercarse, pero una mezcla de miedo, recuerdos y una punzada de culpa lo detuvo. Se habían separado de forma abrupta; él había priorizado su carrera empresarial y ella, cansada de sentirse siempre en segundo plano, decidió marcharse. No volvieron a hablar.
Pero esos niños… ¿Eran suyos? La idea le perforó el pecho.
Justo cuando decidió avanzar, apareció un hombre joven, dejó un beso en la mejilla de Lucía y los niños lo llamaron alegremente “papá”.
El golpe emocional fue tan inesperado que Javier quedó paralizado.
Pero el más pequeño de los niños, un niño de unos cuatro años, giró la cabeza hacia la puerta, lo miró fijamente… y la expresión que puso era exactamente la misma que él tenía en sus fotos de niño.
Javier respiró hondo. No podía marcharse sin saber la verdad.
Dio un paso… pero justo entonces el hombre que Lucía llamaba su marido lo reconoció.
—¿Tú eres Javier Montiel, verdad? —preguntó, entre sorpresa y tensión.
Y esa fue la chispa que encendió el verdadero conflicto.

Javier intentó mantener la compostura, aunque su mente era un torbellino.
—Sí, soy yo —respondió con la voz más firme que pudo—. Solo pasaba por aquí.
El hombre, que se presentó como Diego, le ofreció una sonrisa cordial, pero sus ojos mostraban cautela. Lucía, en cambio, parecía incómoda, como si temiera que aquel encuentro removiera heridas que nunca terminaron de cerrar.
—Hace años que no nos vemos —dijo Javier, mirando brevemente a Lucía.
—Sí… muchos años —contestó ella, evitando su mirada.
La tensión era palpable. Javier no sabía si preguntar por los niños o si aquello sería una falta de respeto. Pero necesitaba entender. Había demasiadas coincidencias, demasiadas preguntas sin respuesta.
Los niños, ajenos al conflicto, seguían jugando, pero la niña —una pequeña de cabello rizado y grandes ojos verdes— se acercó a Diego.
—Papá, ¿nos vamos ya al parque?
Diego acarició su cabeza y sonrió.
—En un momento, cariño.
Javier tragó saliva. Papá.
¿Estaba equivocado? ¿Simplemente se parecían por casualidad?
Intentó apartar aquella idea obsesiva, pero no podía.
Hasta que, de repente, Diego dijo algo que le heló la sangre.
—Lucía me contó que vivió una historia importante contigo. La verdad, nunca pensé que llegaríamos a encontrarte.
Lucía lo fulminó con la mirada, como si Diego hubiera dicho demasiado.
Javier sintió como si el suelo temblara debajo de él.
—¿Y… desde cuándo estáis juntos? —preguntó sin poder evitarlo.
—Cinco años —respondió Diego, tomando la mano de Lucía.
Cinco. No seis.
Javier hizo los cálculos mentalmente.
El niño mayor parecía tener alrededor de seis.
Un silencio espeso se formó.
Lucía lo notó y rápidamente intervino:
—Javier… no es lo que estás pensando.
Él la miró, conteniendo el aliento.
—Entonces dime qué debería pensar, Lucía.
Ella apretó el labio inferior, como hacía siempre cuando estaba nerviosa.
—No aquí. No delante de ellos.
Diego parecía confundido, pero respetó el deseo de Lucía.
—Si queréis hablar, puedo llevar a los niños al parque un rato.
Lucía dudó, pero finalmente asintió.
Cuando Diego se alejó con los pequeños, Lucía y Javier quedaron solos en la mesa. El ambiente estaba cargado, la tensión casi palpable.
—Javier —dijo ella, con voz temblorosa—. Lo que voy a contarte… va a cambiarlo todo.
Javier sintió un nudo en el estómago. Y entonces Lucía confesó:
—Los niños… son tuyos.
El mundo de Javier se quebró en mil pedazos y, al mismo tiempo, todo tuvo sentido.
Sintió cómo la respiración se le cortaba, como si hubiese recibido un golpe directo al pecho.
—¿Qué… qué estás diciendo, Lucía? ¿Cómo que son míos? —balbuceó.
Lucía bajó la mirada, incapaz de sostener la intensidad de la suya.
—Quise decírtelo, mil veces. Pero cuando te fuiste… estabas tan centrado en tu proyecto, en tus viajes, en cerrar inversiones… No quería ser un obstáculo en tu vida. Y cuando supe que estaba embarazada, ya habías firmado un contrato en Estados Unidos. Te ibas por un año.
—Debiste llamarme. Era mi derecho saberlo —dijo Javier, con la voz rota.
—Lo sé. Me lo digo todos los días —susurró ella—. Pero tenía miedo. Pensé que llamarías a tus abogados, que exigirías control, que convertirías nuestra vida en un caos. Y luego… conocí a Diego. Él apareció cuando yo estaba sola, desbordada con un bebé recién nacido. Nos apoyó. Nos quiso. Nos cuidó. Javier apoyó las manos en la mesa, intentando procesar todo aquello.
Las emociones eran demasiadas: rabia, confusión, tristeza… pero también un amor instintivo hacia aquellos niños que, sin saberlo, acababa de descubrir como suyos.
—¿Diego lo sabe? —preguntó finalmente.
Lucía negó con la cabeza.
—No. Solo sabe que estuve con alguien antes de conocerlo. Nada más.
Un silencio tenso se instaló entre ellos.
Javier respiró hondo.
—Quiero conocerlos. No puedo desaparecer ahora que lo sé.
Lucía asintió despacio.
—Lo sé. Y no voy a impedirlo. Pero quiero que tengas paciencia. Ellos conocen a Diego como su padre. No puedo romperles la vida de golpe.
—No quiero quitarles a nadie —respondió él—. Solo… quiero ser parte de la suya.
Lucía lo miró con los ojos llenos de lágrimas.
—Te lo mereces. Y ellos también.
En ese momento, Diego regresó con los niños, sin imaginar nada de lo que se había revelado. Los pequeños corrieron hacia la mesa, riendo, sin sospechar que sus vidas acababan de cambiar para siempre.
El más pequeño se detuvo frente a Javier y, sin motivo aparente, le ofreció una piedra que había recogido en el parque.
—Para ti —dijo con una sonrisa tímida. Ese gesto simple derritió el último resto de duda en el corazón de Javier.
Era su hijo.
Eran sus hijos.
Y, por primera vez en muchos años, Javier sintió que tenía algo más valioso que todas sus empresas juntas: una familia a la que recuperar.


