Mi hija de 10 años miró al recién nacido y dijo suavemente: —Mamá… no podemos llevar a este bebé a casa. Confundida, le pregunté por qué. Sus manos temblaban mientras me entregaba su teléfono. —Tenés que ver esto —dijo. El segundo en que miré la pantalla, sentí que las piernas me fallaban…
Cuando salimos del hospital, pensé que la vida por fin empezaba a calmarse. Después de un embarazo complicado y un parto adelantado por presión alta, el simple hecho de ver a mi hijo dormir parecía un milagro cotidiano. Pero la expresión de mi hija mayor, Lucía, me inquietó desde el primer momento. Apenas tenía diez años, pero su madurez siempre había sido sorprendente. Aun así, no esperaba que se acercara a la cuna del hospital con tanta seriedad.
—Mamá… no podemos llevar a este bebé a casa —susurró, sin apartar la vista del recién nacido.
Me quedé helada. Pensé que quizá era celos, miedo, o simplemente cansancio. Traté de sonreírle, pero ella no correspondió. Tenía el rostro tenso, los labios apretados, y su teléfono sostenido con manos temblorosas.
—¿Por qué decís eso, Lucía? —pregunté, agachándome para verla a los ojos.
Me entregó el móvil sin decir palabra.
—Tenés que ver esto.
En la pantalla había una serie de mensajes de un grupo de madres de la escuela. Uno de ellos hablaba de un error administrativo grave ocurrido en el hospital unas semanas antes, donde dos bebés habían sido entregados temporalmente a las familias equivocadas. Los pediatras lo resolvieron en cuestión de horas, decía el texto… pero al final del mensaje, subrayado, alguien añadía:
“Dicen que todavía están revisando los protocolos. No sería raro que vuelva a pasar. Tengan cuidado.”
Mi estómago se contrajo. No me dejé llevar por el pánico, pero sentí que las piernas me fallaban cuando Lucía deslizó a la siguiente imagen: una foto tomada por ella misma unos minutos antes, comparando al bebé que dormía en la cuna con la pulsera identificativa que llevaba en la muñeca. Había un detalle inquietante: el apellido estaba mal escrito. Muy mal. No era un simple error de una letra.
—Mamá… —susurró— ¿y si este bebé no es nuestro?
La pregunta se clavó en mi pecho como un golpe seco. Miré a mi hijo, pequeño, frágil, ajeno a todo. El mundo pareció detenerse mientras una ola de dudas me ahogaba.
Y entonces, en ese mismo instante, escuché un anuncio por megafonía que congeló el aire a mi alrededor:
—“Se solicita urgente a la madre del bebé en la habitación 214. Comuníquese inmediatamente con neonatología.”
Tomé a Lucía de la mano y caminé con el corazón golpeando mis costillas. El pasillo hacia neonatología parecía interminable. Cada paso resonaba como si el hospital entero estuviera escuchando. Cuando llegamos, una enfermera llamada María nos recibió con un gesto serio, pero no alarmante.
—Señora Ortega, gracias por venir tan rápido. Necesitamos verificar un detalle administrativo del bebé.
Sentí que la sangre me abandonaba el rostro.
—¿Tiene que ver con la pulsera? —pregunté, incapaz de fingir calma.
Los ojos de María se abrieron un poco, sorprendidos.
—¿La pulsera? —repitió—. Sí… en parte. Parece que hubo un error en la impresión del apellido. Justo lo estábamos revisando.
Quise creer que era solo eso, un error mecánico, pero Lucía me miraba como si todo dependiera de mí.
—¿Mi bebé está bien? —pregunté con voz trémula.
—Perfectamente. No se preocupe —aseguró María—. Solo necesitamos realizar una verificación cruzada. Es un procedimiento rutinario cuando se detecta una discrepancia.
Nos llevó a una pequeña sala donde otro bebé dormía en una cuna idéntica. Esa imagen me perforó el pecho: otro niño, otra familia, y un error potencialmente devastador. La enfermera colocó ambos registros sobre la mesa y comenzó a revisar nombres, números de historia clínica, horas de nacimiento.
—Mire —dijo finalmente—. El número de identificación biológica coincide con el suyo. La pulsera estaba mal impresa. Nada más.
Respiré hondo, pero Lucía seguía inquieta.
—¿Y la otra familia? —preguntó ella.
María se detuvo un segundo, como calibrando si era apropiado responder.
—Ellos también tuvieron un pequeño contratiempo. Su bebé no tenía la pulsera colocada en la hora exacta del nacimiento, así que también están verificando datos. Es por eso que quisimos adelantarnos para que no hubiera dudas.
No sabía si sentir alivio o preocupación. Quise confiar, pero la ansiedad me seguía atacando desde dentro.
Cuando regresamos a nuestra habitación, tomé a mi bebé en brazos. Su calor, su olor, todo me decía que era mío. Aun así, llamé a un supervisor para pedir confirmación por escrito. No me importaba quedar como exagerada; una madre no puede equivocarse en algo así.
El supervisor, un hombre llamado Sergio, accedió con amabilidad y prometió traer la documentación en unos minutos.
Pero cuando salió de la habitación, una mujer con los ojos rojos de haber llorado pasó junto a nosotros empujando una cuna… y dentro había un bebé idéntico al mío.
Nos miramos ambas, inmóviles.
Y entonces ella dijo:
—Creo que tenemos que hablar.
La mujer se presentó como Elena Gómez y, apenas nos dejaron solas en la sala de espera, se derrumbó en una silla con un suspiro que parecía arrastrar semanas de miedo.
—Me dijeron que hubo un problema con la identificación de mi hijo —explicó—. Y cuando vi al suyo… pensé que quizá…
No necesitó terminar la frase. El temor que yo misma había sentido minutos antes se reflejaba ahora en sus ojos.
—Los médicos dicen que es poco probable —respondí—, pero entiendo cómo te sentís.
Elena asintió, limpiándose las lágrimas. Lucía, nerviosa pero curiosa, se sentó a mi lado.
Un médico entró entonces con varios documentos y una carpeta azul. Era Sergio, el supervisor.
—Bien, señoras —empezó—. Vamos a proceder a la verificación final. Es un protocolo extremo, pero dadas las circunstancias, preferimos evitar cualquier duda futura.
Nos entregó los formularios a ambas. Se trataba de un consentimiento para realizar una prueba de confirmación genética rápida. No era invasiva, no implicaba riesgo, y se hacía allí mismo.
—Si firman, en menos de tres horas tendremos la respuesta —explicó.
Mire a mi bebé y luego a Lucía. Ella, que había sido quien encendió la alarma, ahora parecía arrepentida.
—Mamá… ¿y si me equivoqué? —susurró.
—No importa quién tenga razón —le dije, tomándole las manos—. Lo importante es estar seguras.
Firmé. Elena también.
Las horas siguientes fueron eternas. Caminé por el pasillo, hablé con Lucía, llamé a mi marido, intenté mantener la calma. A cada rato miraba a mi hijo, buscando un parecido, una señal, algo que confirmara lo que sentía. Pero la mente es traicionera cuando el miedo la gobierna.
Finalmente, Sergio volvió con los sobres sellados.
—Primero, la señora Ortega.
Rompí el sobre con manos sudorosas. Mis ojos recorrieron rápidamente el informe hasta llegar al resultado.
Coincidencia biológica: 99,98%.
Las piernas casi no me sostuvieron del alivio.
Luego entregó el segundo sobre a Elena. Ella tardó más en abrirlo, como si temiera lo inevitable. Yo apreté su brazo con suavidad.
Finalmente leyó.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero esta vez no de angustia.
—Es mi hijo —susurró—. Todo está bien.
Nos abrazamos como si compartiéramos una historia más larga que aquellas horas.
Lucía respiró profundamente y sonrió por primera vez en todo el día.
Cuando por fin salimos del hospital, el cielo parecía más claro que nunca.




