Un esposo intentó engañar a su esposa fingiendo estar muerto, hasta que su inesperada reacción lo cambió todo.
Julián Ortega llevaba años sintiéndose atrapado en su matrimonio con Marta Salcedo. No había violencia, ni gritos, ni escándalos; simplemente una convivencia desgastada por la indiferencia. A sus cuarenta y tres años, Julián había iniciado en secreto una relación con una compañera de trabajo, Lucía. Sin embargo, la idea del divorcio le aterraba: temía perder dinero, reputación y la estabilidad que había construido. Fue entonces cuando, en un acto de desesperación y torpeza emocional, concibió el plan más absurdo de su vida: fingir su propia muerte.
Durante una salida en coche hacia una zona rural de Soria, Julián aprovechó un desvío para simular un accidente. Dejó el vehículo en una cuneta, tiró ropa rota cerca y caminó hasta una funeraria de un conocido que, por dinero, aceptó preparar un “ataúd cerrado” para un velorio rápido. La noticia de la muerte se difundió con rapidez en el pueblo, y todos quedaron conmocionados por la tragedia. Marta, aunque sorprendida, reaccionó con extraña serenidad, lo que inquietó aún más a quienes la conocían.
Lo que Julián no esperaba era que Marta insistiera en un velorio íntimo, sin presencia de vecinos, solo ella y el féretro. Su intención era salir del ataúd en medio del acto e iniciar un diálogo dramático, imaginando que eso generaría en Marta una mezcla de compasión, culpa y necesidad de recuperarlo. Temía su reacción, sí, pero confiaba en salir victorioso de aquella farsa.
El momento llegó. El ataúd fue colocado en el pequeño salón de la casa, y la funeraria se retiró, dejándolos solos. Julián escuchaba los pasos de Marta acercarse. Su corazón latía con fuerza al imaginar el instante en que revelaría la verdad. Pero algo en su tono de voz al hablarle lo hizo tensarse: no lloraba, no temblaba, no parecía rota. Más bien sonaba… cansada. Resignada.
—Qué ironía, Julián —murmuró ella—. Te fuiste como viviste los últimos años: escondiéndote.
Él abrió los ojos, sorprendido. Luego escuchó un sonido metálico, un hervor tenue, como el burbujeo del agua caliente en una tetera.
Y entonces, la tapa del ataúd empezó a abrirse.
Ahí, justo en ese instante suspendido entre el engaño y la verdad, su plan ridículo alcanzó el punto más alto del desastre inminente.

Julián levantó apenas la tapa del ataúd, todavía sin mostrarse por completo, cuando vio la imagen que jamás habría anticipado: Marta sostenía una olla grande, llena hasta el borde de agua hirviendo. El vapor ascendía en nubes blancas, empañando el aire entre ambos.
—¿Qué estás…? —logró decir él, paralizado.
Marta no gritó, no se sobresaltó al verlo vivo; simplemente lo miró con una frialdad que le heló la sangre.
—Así que estabas vivo. Sabía que algo no cuadraba —dijo con voz firme—. ¿De verdad creías que podía asistir a tu funeral sin notar todas las incongruencias? Eres pésimo mintiendo, Julián.
Ella explicó, con una calma escalofriante, que había sospechado desde el principio: la policía no había verificado el cuerpo, el coche apenas tenía daños, y la funeraria había actuado de manera demasiado apresurada. Además, conocía a su esposo mejor que nadie: si quería huir, lo haría de la forma más cobarde posible.
—Te imaginaba capaz de engañarme… pero fingir tu muerte… —continuó ella, apretando los labios.
Julián quiso salir del ataúd para explicarse, pero en su desesperación solo consiguió que Marta levantara aún más la olla.
—No te acerques —advirtió ella.
El olor del vapor, mezclado con el barniz del ataúd, le llenaba los pulmones. Julián levantó las manos.
—Marta, por favor, podemos hablar. Era un error, lo sé. Un error enorme. Pero no tienes que hacer nada violento.
—¿Violento? —repitió ella—. No pienso hacerte ningún daño irreparable. Solo quiero que recuerdes este momento el resto de tu vida.
Antes de que pudiera reaccionar, Marta inclinó la olla y dejó caer una cascada de agua hirviendo sobre sus piernas y parte de su abdomen. Julián soltó un grito desgarrador mientras intentaba arrastrarse fuera del ataúd.
El dolor era insoportable, una mezcla de quemadura y humillación pura. Marta dejó la olla a un lado y se apartó, observándolo sin satisfacción, sin venganza… solo con la expresión de alguien que finalmente había puesto un punto final a algo que llevaba años pudriéndose.
—Ahora —dijo—, llamaré a una ambulancia. Y después, al abogado.
Julián, llorando y retorciéndose, comprendió que había destruido no solo su matrimonio, sino también su dignidad, su plan y cualquier posibilidad de manipular a la mujer que acababa de demostrarle quién era realmente.
La ambulancia llegó en quince minutos, aunque para Julián fueron una eternidad. Los paramédicos lo encontraron en el suelo, con quemaduras de segundo grado y un estado emocional caótico. Marta, sentada en una silla cerca de la puerta, no lloraba ni parecía alterada; solo respondió lo necesario para acelerar la atención médica.
En el hospital, mientras lo atendían, Julián repitió versiones confusas de lo ocurrido, intentando ocultar su farsa. Sin embargo, cuando la policía pidió detalles, su historia se desmoronó rápido. La funeraria confesó el montaje, y él terminó enfrentándose no solo al divorcio, sino también a cargos menores por simulación y obstrucción. No iría a prisión, pero su reputación quedó marcada para siempre.
Marta, por su parte, inició un proceso legal claro: separación definitiva, división de bienes y una orden de alejamiento temporal mientras se resolvía todo. A pesar de lo ocurrido, declaró que no quiso hacerle un daño grave, sino “mostrarle el límite que él nunca había querido ver”. Fue evaluada psicológicamente y ninguna autoridad encontró intención homicida; el acto fue considerado una reacción extrema en una situación emocional excepcional.
Julián pasó semanas en recuperación. Cada vez que veía las cicatrices en su piel, recordaba su propia estupidez. Ya no pensaba en Lucía, ni en su aventura, ni en su plan ridículo; pensaba en cómo había subestimado a la mujer con la que había compartido veinte años. En su intento por escapar de la responsabilidad, había revelado lo peor de sí mismo.
Cuando finalmente regresó a su apartamento provisional —porque la casa quedó para Marta— se encontró con el silencio como única compañía. Lo irónico era que, al final, sí había desaparecido de la vida de su esposa… pero de la forma más lamentable y vergonzosa que podía imaginar.
Marta, mientras tanto, reconstruyó su vida sin escándalos. No contaba detalles, no buscaba que la vieran como víctima; simplemente seguía adelante. Su serenidad contrastaba con el caos que Julián había creado. Y quienes la conocían entendieron algo que él jamás comprendió: Marta no necesitaba venganza. Solo necesitaba cerrar una puerta que llevaba demasiado tiempo abierta.
Y así terminó la historia: no con una muerte fingida, sino con un renacimiento real… aunque solo para una de las dos partes.



