Cuando regresé a casa después de un largo tiempo en el campo de batalla, encontré a mi hija de seis años encerrada en el cobertizo del patio trasero: débil, temblando, con la piel cubierta de marcas rojas de quemaduras. «Papá», susurró, «el novio de mamá dice que los niños malos duermen aquí afuera». Rugí de rabia e hice algo que hizo que mi esposa y ese amante suyo se arrepintieran y vivieran aterrados…

Cuando regresé a casa después de un largo tiempo en el campo de batalla, encontré a mi hija de seis años encerrada en el cobertizo del patio trasero: débil, temblando, con la piel cubierta de marcas rojas de quemaduras. «Papá», susurró, «el novio de mamá dice que los niños malos duermen aquí afuera». Rugí de rabia e hice algo que hizo que mi esposa y ese amante suyo se arrepintieran y vivieran aterrados…

Regresé a Sevilla después de nueve meses desplegado como contratista de seguridad en el extranjero. Volví flaco, con la cabeza llena de ruido y el deseo simple de abrazar a mi hija Lucía, de seis años. La casa estaba silenciosa. No había juguetes en el salón ni dibujos en la nevera. Llamé a mi esposa, Marta, y no respondió. Algo no encajaba. Caminé al patio trasero y vi el cobertizo con el candado puesto, torcido como si lo hubieran cerrado con prisa. Golpeé la puerta. Escuché un gemido pequeño. Forcé el candado.

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