Mi madrastra no me dejó despedirme de mi padre. Se quedó bloqueando la puerta de la habitación del hospital, diciendo fríamente: «No es necesario». Una semana después, justo antes de la lectura del testamento, me interrumpió de nuevo: «Esta reunión es solo para herederos». No discutí. Simplemente le entregué una carpeta al abogado. Después de leerla, la miró y dijo lentamente: «Deberías sentarte… ahora». La sonrisa de su rostro se desvaneció al instante…

Mi madrastra no me dejó despedirme de mi padre. Se quedó bloqueando la puerta de la habitación del hospital, diciendo fríamente: «No es necesario». Una semana después, justo antes de la lectura del testamento, me interrumpió de nuevo: «Esta reunión es solo para herederos». No discutí. Simplemente le entregué una carpeta al abogado. Después de leerla, la miró y dijo lentamente: «Deberías sentarte… ahora». La sonrisa de su rostro se desvaneció al instante…

Nunca olvidaré la forma en que Carmen, mi madrastra, se plantó frente a la puerta de la habitación del hospital. Mi padre, Javier Morales, llevaba días inconsciente, conectado a máquinas que pitaban con una regularidad cruel. Yo acababa de llegar desde otra ciudad, todavía con la chaqueta puesta y el nudo en la garganta. Cuando intenté entrar, Carmen extendió el brazo y bloqueó el paso. Su voz fue baja, firme, casi educada:
—No es necesario.

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